viernes, 23 de noviembre de 2012

Mi comienzo

Al igual que Coelho, me enfrento en este momento al pánico de la primera página en blanco.  La incertidumbre teje con hilos gruesos, oponiéndose al sueño.  Sin embargo, todas las señales me conducen a esta página, como a Santiago, en busca de mi propia leyenda personal.
 
Los días se han sucedido de un modo extraño últimamente.  Tras la gran tempestad los primeros indicios de calma, y tras la confusión el primer atisbo de claridad.  Tal y como predijo aquella astróloga de tierras mucho más norteñas que la mía propia, la oruga comenzó hace algún tiempo su proceso de cambio, su enorme e irrefrenable transformación en un ser más liviano, más etéreo, más libre. 

Efectivamente, las señales están ahí, siempre lo estuvieron.  Echando la vista atrás puedo sentirlas aún, semi enterradas entre otros muchos recuerdos, y olvidadas durante largo tiempo en un rincón sombrío del alma.  Ahí está la respuesta a la tempestad.  Porque los humanos hemos llegado a pensar que nuestra sabiduría puede salvarnos de todo obstáculo, que la teoría nos hace fuertes y nos prepara ante la adversidad…  Pero no es cierto.  No importa cuan consciente seas de lo cambiante de la vida, no importa cuan cerca veas los problemas del otro… Hasta que no sentimos el dolor en carne propia, hasta que no perdemos pie y sentimos el agua ascender hasta arrebatarnos el oxígeno que creímos asegurado, hasta ese mismo instante no somos capaces de tomar una conciencia real, ni de aprender.  En ocasiones,  de hecho, nos empeñamos en permanecer sumidos en la incredulidad y en el lamento, sin saber o querer extraer la lección para poder seguir adelante.  Así, en el eterno porqué sin una respuesta que nos satisfaga, alimentamos el odio, la decepción y la ausencia de aquello que perdimos, o que se resiste a ser mostrado.   A veces, sin embargo, conseguimos dar ese paso, conseguimos, tal vez, simplemente abandonarnos y pararnos a escuchar lo que el universo quiere gritarnos, y no alcanza siquiera a susurrarnos cuando nos encuentra encerrados en nuestra dura cáscara de auto compasión.

La cáscara que la sociedad impone no es menos dura.  O sí, tal vez lo sea, tal vez ni siquiera sea una verdadera cáscara, sino un refugio para nuestra propia debilidad.  Miradme a mi… perdí mi camino en la búsqueda de aquello que los demás esperaban de mí.  Olvidé mi pluma y mi tinta, mi ensimismamiento en el batir de las hojas de un árbol, mi amor por los mil matices de cada estación y por la caricia del pincel sobre el lienzo.  Olvidé mis sueños, alimentados de palabras y colores, para embarcarme en el mundo adulto realista, en el cual soñar despierto no tiene cabida, y todo se pragmatiza y se limita a valores absolutos.  Una vez comenzado el camino uno no se da cuenta de que está flanqueado por altos muros, nuestros ojos se acostumbran a las sombras, y nuestras almas olvidan sus sueños.  Crecer se convierte en tener más, y ser aprobado por ello.  Y a medida que avanzamos dejamos atrás al niño que alzaba la vista para adivinar un mundo infinito, y nos convencemos de que nunca existió.  

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