El pequeño invertebrado reposa inmóvil en un bloque
rectangular y transparente, como si alguien lo hubiera encerrado ahí un día
cualquiera, paralizando su marcha. A
veces me parece que, de romperse el bloque, podría reanudar su camino
tranquilamente, sin inmutarse. Mi hijo
colecciona una serie de insectos del mundo distribuida semana a semana por una
de esas publicaciones que ahondan en los infinitos misterios naturales que nos
rodean, la mayoría de los cuales solemos ignorar completamente. Y aunque el amor por todos los animales y por
la naturaleza sea un gen dominante por parte de padre, confieso que algunos de
estos insectos me producen algún que otro escalofrío, y en ocasiones he dado gracias
por que el bloque de plástico siga intacto.
Sin embargo, el entusiasmo y la curiosidad de un niño, cuando
conseguimos vulnerar esa impermeabilidad acartonada de adulto, resultan
altamente contagiosos. El otro día, sin
ir más lejos, observábamos con curiosidad la última entrega, un coleóptero de
formas sinuosas surcado por franjas de color turquesa brillante, con una
belleza del todo innegable. Mientras mi
hijo me iba explicando emocionado dónde se escondían los diminutos ojos y para
qué servía el par de largas antenas, entré en un estado de abstracción que a
estas alturas asumo como irremediablemente innato.
Imagino un enorme ojo observándonos, multiplicando la escala
de la escena en la que nos encontramos.
Dejamos de ser grandes, formando colonias de diminutos seres
arremolinados de un modo nada aleatorio sobre continentes rodeados de
agua. Las ciudades son hormigueros en
perpetuo movimiento bajo un ritmo frenético.
El ruido ensordecedor de nuestras urbes se va reduciendo a susurro a
medida que nos alejamos, nuestra tierra azul se torna apenas canica suspendida
en medio de otras muchas. Se puede
antojar un pensamiento vacuo, carente de sentido o incluso ridículo, y, sin
embargo, resulta un ejercicio sorprendentemente eficaz para conseguir relativizar
todo aquello que nos preocupa. De igual
modo, girando la lente de ese objetivo a través del cual observamos todo, uno
mismo puede magnificar a su antojo el más mínimo detalle, y enfocando bien, la
imagen puede ser mágica.
Hace poco en Francia han emitido un programa, que aunque en
principio juzgué con reticencia por el tufillo a “reality-show” que desprendía,
consiguió sorprenderme gratamente. El
título, optimista: “he decidido ser feliz”.
La base, una investigación por parte de un psicólogo especializado en la
felicidad humana, deseoso de contrastar las teorías desarrolladas en Harvard
con la práctica en la vida real. A su
lado, dos profesionales más abordando el concepto desde ángulos distintos: una
experta en la gestión del estrés gracias a la “conciencia plena” (mindfulness en inglés) y un experto
en artes marciales seguidor del célebre “mens sana in corpore sano”, y del
pensamiento positivo. El concepto, un
programa multidisciplinar en el cual se sumerge durante ocho semanas un grupo
de voluntarios con una problemática diversa, pero con un profundo sentimiento
de tristeza como común denominador. En
calidad de observadora, y dejando de lado la natural curiosidad por el
resultado, el proceso me resulta fascinante en sí mismo. La felicidad se disecciona y se analiza en
sus mínimos componentes, como quien reduce la materia a moléculas, y nos vamos
dando cuenta de que, efectivamente, aunque nos empeñemos en perseguirla embarcándonos
en carreras desenfrenadas, el secreto para encontrarla está en detenerse, en
deleitarse en lo pequeño, en lo más simple, y, en última instancia, en nosotros
mismos.
El curso de mi reflexión me lleva a otro contexto, y me doy
cuenta de que sin existir conexión evidente, resulta sin embargo un afluente natural
que desemboca en el mismo mar de pensamientos, prendido a un hijo conductor tan
sutil como poderoso. Recuerdo una
entrevista a un personaje conocido en relación a una experiencia vivida dentro
de un poblado olvidado y alejado de la civilización. Comienza la entrevista describiendo la
sensación a su llegada de encontrarse, efectivamente, en un mundo completamente
distinto sin nada en común con esas extrañas gentes. Al finalizar su estancia, el muro se ha
roto. Se abraza a un enjuto hombre cuyo
rostro curtido y oscuro se ilumina en una sonrisa inmensa… ambos lloran. Ha sido un punto y aparte en su vida, que le
ha cambiado la manera de verla, de sentirla, de continuar en ella, explica. Tanto, que al cabo de un tiempo decide volver
de forma anónima para saber de ese hombre que ha conseguido enseñar e infundir
respeto en quien a su llegada se consideraba más avanzado e infinitamente más
privilegiado. Al preguntar a un
sociólogo por las razones de este vínculo inesperado éste responde que lo que
de verdad une a los seres humanos son los sentimientos básicos, los valores
esenciales que no saben de diferencias culturales, étnicas, religiosas ni
económicas. En rincones del planeta tan ocultos
al nuestro, en los que la necesidad de lo básico para la supervivencia no deja
espacio a otros problemas, el nexo de unión humano se reafirma en lo simple.
De nuevo, como en el imaginarse microscópico o en el
detenerse para descubrir la raíz misma de la felicidad, todo se relativiza y,
reducido ese todo a un mismo componente que toma distintas formas, la
simplicidad resultante sorprende sobremanera por el hábito de complejidad con
el que tan hábilmente se disfraza.
Muchas veces he pensado que estamos tan sedientos y tan cegados por el
brillo de aquello que creemos nos motiva, que hace mucho nos dejamos seducir
por el espejismo, perdiendo de vista el auténtico oasis. Pero puede que la explicación sea aún más sencilla. Tal vez por mucho que evolucionemos, por muy
adultos que nos consideremos, seguimos siendo en el fondo el niño que cree
ocultarse a la mirada del otro al cubrir sus propios ojos con las manos, o el
que se aprende al dedillo el significado de la navidad porque forma parte de la
lección moral que se le impone, pero solo ansía con auténtica emoción recibir
esos regalos que ha pedido en su carta. Precisamente
por ello en ocasiones es bueno cambiar de punto de vista, y girar la lente en
una nueva dirección, donde la simplicidad del niño pasa de pueril a sabia, y
nuestra superioridad se reduce a una mera cuestión de escala… y de perspectiva.
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