Últimamente no paro de recibir esos mensajes de denuncia que
son tan tristemente populares en nuestro país de un tiempo a esta parte. La inmensa mayoría censuran la actitud de
nuestros poco ejemplares políticos con nombres y apellidos… y, sinceramente, si
estuviera en su pellejo maldita la gracia que me haría ver mi nombre en este
tipo de mensajes. Claro que para eso hay
que tener conciencia, cosa que, a estas alturas, sabemos nuestros políticos no
llevan de serie.
En uno de estos mensajes
se habla de una votación en el Parlamento Europeo en la que se propone
restringir los vuelos de los Eurodiputados en primera clase. Increíblemente (o no tanto…), en medio de una
crisis en la que a los ciudadanos de a pie se nos exige apretarnos el cinturón
hasta dejarnos sin aire, parece ser que los Eurodiputados españoles votaron en
masa en contra de la restricción (se ve que los cinturones Louis Vuitton tienen
menos capacidad de ajuste que los de Zara), llegando al casi 90% de oposición
frente a un triste 9% que se mostró de acuerdo con pasar a la clase turista. Al leerlo, el noventa por ciento de mí siente
indignación, y el diez por ciento restante vergüenza por tener la misma
nacionalidad que estos individuos que se llaman a sí mismos “representantes
nuestros”. Me pregunto hasta dónde
llegará la caradura de esta gente, y hasta dónde el aguante, la santa paciencia
y, en ocasiones, seamos sinceros, la triste pasividad del resto del país, que
somos la mayoría. Porque sí, estamos de
acuerdo en que la responsabilidad inherente a la gestión de un país ha de
recompensarse… pero, ¿dónde está esa responsabilidad? ¿Qué sistema de calidad,
ahora que estamos tan empapados en ISOs,
Toyotas, cinco eses y demás familia, evalúa la correcta gestión de estos individuos? ¿Quién recoge, registra y comprueba los
avances, las no conformidades, las cada vez más evidentes irregularidades? ¿A quién rinden cuentas al final del mandato,
cuando se retiran con pensiones vitalicias y la garantía de no tener que
devolver jamás aquello que se han embolsado al amparo de una ética más que
dudosa? Ahí está el caso Gürtel, avanzando implacable como una avalancha
invertida que cada día arrastra nombres más altos, pero que de momento ni devuelve nada, ni borra la sonrisa cínica de quienes sabiéndose culpables, se
regodean en su impunidad inexpugnable.
Hace unos días un reportaje ahondaba en la actividad
incesante de una estación de tren, una metrópolis a escala reducida bajo un
mismo techo de vidrio y forja que alberga todo un entramado social
fascinante. Sobre los andenes un crisol
humano de lo más variopinto, real como la vida misma: viajeros con maletín de
piel y mochileros, empleados y empleadores, agentes de seguridad y expertos
carteristas. En un momento dado la cámara se embarca en la cabina de mando de
un tren de alta velocidad, y toma un primer plano del hombre que guía la imponente máquina con la vista
fija al frente. El narrador explica que
durante la entrevista no podrá mirar a la cámara, sus ojos no deben apartarse
de las vías, a esta velocidad un despiste se paga muy caro. Su mano derecha presiona un dispositivo que
mide su atención, y que cada treinta segundos tiene que soltar para confirmar al
sistema de seguridad que sigue concentrado en su labor. “Transportar tantas vidas supone una gran
responsabilidad”, afirma con orgullo.
Después le preguntan qué es lo más duro de su trabajo. No lo duda ni un segundo: “Las personas que se
lanzan a la vía para quitarse la vida” – responde, y su gesto se ensombrece –
“Cuando ocurre uno termina aprendiendo a vivir con ello… pero no se olvida… jamás”. En el silencio tras sus palabras se puede
oler el dolor de una responsabilidad, que sin ser suya, ha marcado para siempre
su vida, y a buen seguro muchas de sus noches.
Me revuelvo en mi asiento:
inconscientemente al formularle la pregunta habían pasado por mi cabeza
respuestas infinitamente más mundanas, como las jornadas fuera de casa o el
estrés, y, sin embargo, esa frase, directa, sincera, sin artificios, me
sobrecoge y a la vez me inspira un profundo respeto.
Entonces me pregunto qué ocurriría si todos estos
conductores de nuestro país se encontraran cara a cara con uno de los miles de
españoles que sufren sus actos, sus negligencias y ambiciones, con esa persona
que ha perdido trabajo, techo, esperanzas… y, en medio de la desesperación,
opta por poner un fin sin vuelta atrás a sus problemas. Si un día por puro azar cruzaran la mirada con
quien se arroja ante este tren que ellos nunca supieron conducir… ¿acaso perderían el sueño? Quisiera pensar que sí, amén a la bondad
humana. Pero a veces la metástasis de la
ambición y el poder está tan extendida, que poco espacio resta para la
esperanza. Y entonces nada importan las
personas, que se reducen a números y estadísticas, o, aún peor, se esgrimen
como armas en batallas políticas en las que la victoria jamás persigue el
bienestar y la libertad de un pueblo, sino únicamente los intereses de quien
logra ocupar su silla cuando la música electoral cesa. Qué enorme e incongruente paradoja, qué
despropósito de esta falsa democracia en la que no podemos elegir sino entre
Guatemala y guatepeor, a sabiendas de que, salga lo que salga, nadie va a mirar
las vías por las que guiar nuestro destino, porque estará demasiado ocupado asegurándose
de que el lujo de la cabina está a la altura de su cargo, y acallando al
sistema de seguridad que hace mucho detectó una falta de atención constante… y
a todas luces irresoluble.
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