viernes, 8 de febrero de 2013

Un tren descontrolado


Últimamente no paro de recibir esos mensajes de denuncia que son tan tristemente populares en nuestro país de un tiempo a esta parte.  La inmensa mayoría censuran la actitud de nuestros poco ejemplares políticos con nombres y apellidos… y, sinceramente, si estuviera en su pellejo maldita la gracia que me haría ver mi nombre en este tipo de mensajes.  Claro que para eso hay que tener conciencia, cosa que, a estas alturas, sabemos nuestros políticos no llevan de serie.  

En uno de estos mensajes se habla de una votación en el Parlamento Europeo en la que se propone restringir los vuelos de los Eurodiputados en primera clase.  Increíblemente (o no tanto…), en medio de una crisis en la que a los ciudadanos de a pie se nos exige apretarnos el cinturón hasta dejarnos sin aire, parece ser que los Eurodiputados españoles votaron en masa en contra de la restricción (se ve que los cinturones Louis Vuitton tienen menos capacidad de ajuste que los de Zara), llegando al casi 90% de oposición frente a un triste 9% que se mostró de acuerdo con pasar a la clase turista.  Al leerlo, el noventa por ciento de mí siente indignación, y el diez por ciento restante vergüenza por tener la misma nacionalidad que estos individuos que se llaman a sí mismos “representantes nuestros”.  Me pregunto hasta dónde llegará la caradura de esta gente, y hasta dónde el aguante, la santa paciencia y, en ocasiones, seamos sinceros, la triste pasividad del resto del país, que somos la mayoría.   Porque sí, estamos de acuerdo en que la responsabilidad inherente a la gestión de un país ha de recompensarse… pero, ¿dónde está esa responsabilidad? ¿Qué sistema de calidad, ahora que estamos tan empapados  en ISOs, Toyotas, cinco eses y demás familia, evalúa la correcta gestión de estos individuos?  ¿Quién recoge, registra y comprueba los avances, las no conformidades, las cada vez más evidentes irregularidades?  ¿A quién rinden cuentas al final del mandato, cuando se retiran con pensiones vitalicias y la garantía de no tener que devolver jamás aquello que se han embolsado al amparo de una ética más que dudosa? Ahí está el caso Gürtel, avanzando implacable como una avalancha invertida que cada día arrastra nombres más altos, pero que de momento ni devuelve nada, ni borra la sonrisa cínica de quienes sabiéndose culpables, se regodean en su impunidad inexpugnable.

Hace unos días un reportaje ahondaba en la actividad incesante de una estación de tren, una metrópolis a escala reducida bajo un mismo techo de vidrio y forja que alberga todo un entramado social fascinante.  Sobre los andenes un crisol humano de lo más variopinto, real como la vida misma: viajeros con maletín de piel y mochileros, empleados y empleadores, agentes de seguridad y expertos carteristas. En un momento dado la cámara se embarca en la cabina de mando de un tren de alta velocidad, y toma un primer plano del hombre  que guía la imponente máquina con la vista fija al frente.  El narrador explica que durante la entrevista no podrá mirar a la cámara, sus ojos no deben apartarse de las vías, a esta velocidad un despiste se paga muy caro.  Su mano derecha presiona un dispositivo que mide su atención, y que cada treinta segundos tiene que soltar para confirmar al sistema de seguridad que sigue concentrado en su labor.  “Transportar tantas vidas supone una gran responsabilidad”, afirma con orgullo.  Después le preguntan qué es lo más duro de su trabajo.  No lo duda ni un segundo: “Las personas que se lanzan a la vía para quitarse la vida” – responde, y su gesto se ensombrece – “Cuando ocurre uno termina aprendiendo a vivir con ello… pero no se olvida… jamás”.  En el silencio tras sus palabras se puede oler el dolor de una responsabilidad, que sin ser suya, ha marcado para siempre su vida, y a buen seguro muchas de sus noches.   Me revuelvo en mi asiento: inconscientemente al formularle la pregunta habían pasado por mi cabeza respuestas infinitamente más mundanas, como las jornadas fuera de casa o el estrés, y, sin embargo, esa frase, directa, sincera, sin artificios, me sobrecoge y a la vez me inspira un profundo respeto. 

Entonces me pregunto qué ocurriría si todos estos conductores de nuestro país se encontraran cara a cara con uno de los miles de españoles que sufren sus actos, sus negligencias y ambiciones, con esa persona que ha perdido trabajo, techo, esperanzas… y, en medio de la desesperación, opta por poner un fin sin vuelta atrás a sus problemas.  Si un día por puro azar cruzaran la mirada con quien se arroja ante este tren que ellos nunca supieron conducir…  ¿acaso perderían el sueño?  Quisiera pensar que sí, amén a la bondad humana.  Pero a veces la metástasis de la ambición y el poder está tan extendida, que poco espacio resta para la esperanza.  Y entonces nada importan las personas, que se reducen a números y estadísticas, o, aún peor, se esgrimen como armas en batallas políticas en las que la victoria jamás persigue el bienestar y la libertad de un pueblo, sino únicamente los intereses de quien logra ocupar su silla cuando la música electoral cesa.  Qué enorme e incongruente paradoja, qué despropósito de esta falsa democracia en la que no podemos elegir sino entre Guatemala y guatepeor, a sabiendas de que, salga lo que salga, nadie va a mirar las vías por las que guiar nuestro destino, porque estará demasiado ocupado asegurándose de que el lujo de la cabina está a la altura de su cargo, y acallando al sistema de seguridad que hace mucho detectó una falta de atención constante… y a todas luces irresoluble.

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