viernes, 15 de febrero de 2013

Un mundo pequeño


El pequeño invertebrado reposa inmóvil en un bloque rectangular y transparente, como si alguien lo hubiera encerrado ahí un día cualquiera, paralizando su marcha.  A veces me parece que, de romperse el bloque, podría reanudar su camino tranquilamente, sin inmutarse.  Mi hijo colecciona una serie de insectos del mundo distribuida semana a semana por una de esas publicaciones que ahondan en los infinitos misterios naturales que nos rodean, la mayoría de los cuales solemos ignorar completamente.  Y aunque el amor por todos los animales y por la naturaleza sea un gen dominante por parte de padre, confieso que algunos de estos insectos me producen algún que otro escalofrío, y en ocasiones he dado gracias por que el bloque de plástico siga intacto.  Sin embargo, el entusiasmo y la curiosidad de un niño, cuando conseguimos vulnerar esa impermeabilidad acartonada de adulto, resultan altamente contagiosos.  El otro día, sin ir más lejos, observábamos con curiosidad la última entrega, un coleóptero de formas sinuosas surcado por franjas de color turquesa brillante, con una belleza del todo innegable.   Mientras mi hijo me iba explicando emocionado dónde se escondían los diminutos ojos y para qué servía el par de largas antenas, entré en un estado de abstracción que a estas alturas asumo como irremediablemente innato.

Imagino un enorme ojo observándonos, multiplicando la escala de la escena en la que nos encontramos.  Dejamos de ser grandes, formando colonias de diminutos seres arremolinados de un modo nada aleatorio sobre continentes rodeados de agua.  Las ciudades son hormigueros en perpetuo movimiento bajo un ritmo frenético.  El ruido ensordecedor de nuestras urbes se va reduciendo a susurro a medida que nos alejamos, nuestra tierra azul se torna apenas canica suspendida en medio de otras muchas.  Se puede antojar un pensamiento vacuo, carente de sentido o incluso ridículo, y, sin embargo, resulta un ejercicio sorprendentemente eficaz para conseguir relativizar todo aquello que nos preocupa.   De igual modo, girando la lente de ese objetivo a través del cual observamos todo, uno mismo puede magnificar a su antojo el más mínimo detalle, y enfocando bien, la imagen puede ser mágica.

Hace poco en Francia han emitido un programa, que aunque en principio juzgué con reticencia por el tufillo a “reality-show” que desprendía, consiguió sorprenderme gratamente.  El título, optimista: “he decidido ser feliz”.  La base, una investigación por parte de un psicólogo especializado en la felicidad humana, deseoso de contrastar las teorías desarrolladas en Harvard con la práctica en la vida real.  A su lado, dos profesionales más abordando el concepto desde ángulos distintos: una experta en la gestión del estrés gracias a la “conciencia plena” (mindfulness en inglés) y un experto en artes marciales seguidor del célebre “mens sana in corpore sano”, y del pensamiento positivo.  El concepto, un programa multidisciplinar en el cual se sumerge durante ocho semanas un grupo de voluntarios con una problemática diversa, pero con un profundo sentimiento de tristeza como común denominador.   En calidad de observadora, y dejando de lado la natural curiosidad por el resultado, el proceso me resulta fascinante en sí mismo.  La felicidad se disecciona y se analiza en sus mínimos componentes, como quien reduce la materia a moléculas, y nos vamos dando cuenta de que, efectivamente, aunque nos empeñemos en perseguirla embarcándonos en carreras desenfrenadas, el secreto para encontrarla está en detenerse, en deleitarse en lo pequeño, en lo más simple, y, en última instancia, en nosotros mismos.
   
El curso de mi reflexión me lleva a otro contexto, y me doy cuenta de que sin existir conexión evidente, resulta sin embargo un afluente natural que desemboca en el mismo mar de pensamientos, prendido a un hijo conductor tan sutil como poderoso.  Recuerdo una entrevista a un personaje conocido en relación a una experiencia vivida dentro de un poblado olvidado y alejado de la civilización.  Comienza la entrevista describiendo la sensación a su llegada de encontrarse, efectivamente, en un mundo completamente distinto sin nada en común con esas extrañas gentes.  Al finalizar su estancia, el muro se ha roto.  Se abraza a un enjuto hombre cuyo rostro curtido y oscuro se ilumina en una sonrisa inmensa… ambos lloran.  Ha sido un punto y aparte en su vida, que le ha cambiado la manera de verla, de sentirla, de continuar en ella, explica.  Tanto, que al cabo de un tiempo decide volver de forma anónima para saber de ese hombre que ha conseguido enseñar e infundir respeto en quien a su llegada se consideraba más avanzado e infinitamente más privilegiado.  Al preguntar a un sociólogo por las razones de este vínculo inesperado éste responde que lo que de verdad une a los seres humanos son los sentimientos básicos, los valores esenciales que no saben de diferencias culturales, étnicas, religiosas ni económicas.  En rincones del planeta tan ocultos al nuestro, en los que la necesidad de lo básico para la supervivencia no deja espacio a otros problemas, el nexo de unión humano se reafirma en lo simple.  

De nuevo, como en el imaginarse microscópico o en el detenerse para descubrir la raíz misma de la felicidad, todo se relativiza y, reducido ese todo a un mismo componente que toma distintas formas, la simplicidad resultante sorprende sobremanera por el hábito de complejidad con el que tan hábilmente se disfraza.  Muchas veces he pensado que estamos tan sedientos y tan cegados por el brillo de aquello que creemos nos motiva, que hace mucho nos dejamos seducir por el espejismo, perdiendo de vista el auténtico oasis.  Pero puede que la explicación sea aún más sencilla.  Tal vez por mucho que evolucionemos, por muy adultos que nos consideremos, seguimos siendo en el fondo el niño que cree ocultarse a la mirada del otro al cubrir sus propios ojos con las manos, o el que se aprende al dedillo el significado de la navidad porque forma parte de la lección moral que se le impone, pero solo ansía con auténtica emoción recibir esos regalos que ha pedido en su carta.  Precisamente por ello en ocasiones es bueno cambiar de punto de vista, y girar la lente en una nueva dirección, donde la simplicidad del niño pasa de pueril a sabia, y nuestra superioridad se reduce a una mera cuestión de escala… y de perspectiva.

viernes, 8 de febrero de 2013

Un tren descontrolado


Últimamente no paro de recibir esos mensajes de denuncia que son tan tristemente populares en nuestro país de un tiempo a esta parte.  La inmensa mayoría censuran la actitud de nuestros poco ejemplares políticos con nombres y apellidos… y, sinceramente, si estuviera en su pellejo maldita la gracia que me haría ver mi nombre en este tipo de mensajes.  Claro que para eso hay que tener conciencia, cosa que, a estas alturas, sabemos nuestros políticos no llevan de serie.  

En uno de estos mensajes se habla de una votación en el Parlamento Europeo en la que se propone restringir los vuelos de los Eurodiputados en primera clase.  Increíblemente (o no tanto…), en medio de una crisis en la que a los ciudadanos de a pie se nos exige apretarnos el cinturón hasta dejarnos sin aire, parece ser que los Eurodiputados españoles votaron en masa en contra de la restricción (se ve que los cinturones Louis Vuitton tienen menos capacidad de ajuste que los de Zara), llegando al casi 90% de oposición frente a un triste 9% que se mostró de acuerdo con pasar a la clase turista.  Al leerlo, el noventa por ciento de mí siente indignación, y el diez por ciento restante vergüenza por tener la misma nacionalidad que estos individuos que se llaman a sí mismos “representantes nuestros”.  Me pregunto hasta dónde llegará la caradura de esta gente, y hasta dónde el aguante, la santa paciencia y, en ocasiones, seamos sinceros, la triste pasividad del resto del país, que somos la mayoría.   Porque sí, estamos de acuerdo en que la responsabilidad inherente a la gestión de un país ha de recompensarse… pero, ¿dónde está esa responsabilidad? ¿Qué sistema de calidad, ahora que estamos tan empapados  en ISOs, Toyotas, cinco eses y demás familia, evalúa la correcta gestión de estos individuos?  ¿Quién recoge, registra y comprueba los avances, las no conformidades, las cada vez más evidentes irregularidades?  ¿A quién rinden cuentas al final del mandato, cuando se retiran con pensiones vitalicias y la garantía de no tener que devolver jamás aquello que se han embolsado al amparo de una ética más que dudosa? Ahí está el caso Gürtel, avanzando implacable como una avalancha invertida que cada día arrastra nombres más altos, pero que de momento ni devuelve nada, ni borra la sonrisa cínica de quienes sabiéndose culpables, se regodean en su impunidad inexpugnable.

Hace unos días un reportaje ahondaba en la actividad incesante de una estación de tren, una metrópolis a escala reducida bajo un mismo techo de vidrio y forja que alberga todo un entramado social fascinante.  Sobre los andenes un crisol humano de lo más variopinto, real como la vida misma: viajeros con maletín de piel y mochileros, empleados y empleadores, agentes de seguridad y expertos carteristas. En un momento dado la cámara se embarca en la cabina de mando de un tren de alta velocidad, y toma un primer plano del hombre  que guía la imponente máquina con la vista fija al frente.  El narrador explica que durante la entrevista no podrá mirar a la cámara, sus ojos no deben apartarse de las vías, a esta velocidad un despiste se paga muy caro.  Su mano derecha presiona un dispositivo que mide su atención, y que cada treinta segundos tiene que soltar para confirmar al sistema de seguridad que sigue concentrado en su labor.  “Transportar tantas vidas supone una gran responsabilidad”, afirma con orgullo.  Después le preguntan qué es lo más duro de su trabajo.  No lo duda ni un segundo: “Las personas que se lanzan a la vía para quitarse la vida” – responde, y su gesto se ensombrece – “Cuando ocurre uno termina aprendiendo a vivir con ello… pero no se olvida… jamás”.  En el silencio tras sus palabras se puede oler el dolor de una responsabilidad, que sin ser suya, ha marcado para siempre su vida, y a buen seguro muchas de sus noches.   Me revuelvo en mi asiento: inconscientemente al formularle la pregunta habían pasado por mi cabeza respuestas infinitamente más mundanas, como las jornadas fuera de casa o el estrés, y, sin embargo, esa frase, directa, sincera, sin artificios, me sobrecoge y a la vez me inspira un profundo respeto. 

Entonces me pregunto qué ocurriría si todos estos conductores de nuestro país se encontraran cara a cara con uno de los miles de españoles que sufren sus actos, sus negligencias y ambiciones, con esa persona que ha perdido trabajo, techo, esperanzas… y, en medio de la desesperación, opta por poner un fin sin vuelta atrás a sus problemas.  Si un día por puro azar cruzaran la mirada con quien se arroja ante este tren que ellos nunca supieron conducir…  ¿acaso perderían el sueño?  Quisiera pensar que sí, amén a la bondad humana.  Pero a veces la metástasis de la ambición y el poder está tan extendida, que poco espacio resta para la esperanza.  Y entonces nada importan las personas, que se reducen a números y estadísticas, o, aún peor, se esgrimen como armas en batallas políticas en las que la victoria jamás persigue el bienestar y la libertad de un pueblo, sino únicamente los intereses de quien logra ocupar su silla cuando la música electoral cesa.  Qué enorme e incongruente paradoja, qué despropósito de esta falsa democracia en la que no podemos elegir sino entre Guatemala y guatepeor, a sabiendas de que, salga lo que salga, nadie va a mirar las vías por las que guiar nuestro destino, porque estará demasiado ocupado asegurándose de que el lujo de la cabina está a la altura de su cargo, y acallando al sistema de seguridad que hace mucho detectó una falta de atención constante… y a todas luces irresoluble.