domingo, 23 de junio de 2013
lunes, 27 de mayo de 2013
Primeras camisetas adulto
Y aquí van las dos primeras camisetas para adulto, para un fan de la bici muy querido...
y la primera completamente a mano alzada y directamente con pintura (sin croquis previo), para mi querida herppppannnaaaa.... :-))
y la primera completamente a mano alzada y directamente con pintura (sin croquis previo), para mi querida herppppannnaaaa.... :-))
jueves, 23 de mayo de 2013
Camiseta mariposa
Mi última camiseta, un regalo también personalizado, y la más compleja de hacer hasta el momento ya que la he hecho a mano alzada prácticamente en su totalidad, y los detalles son más pequeños... ¡Perfeccionando técnica! Ahora trabajo en mis dos primeras camisetas para adulto, regalitos para dos personas muuuuy especiales... :-) Bonne journée à tous!!
jueves, 9 de mayo de 2013
miércoles, 10 de abril de 2013
viernes, 15 de febrero de 2013
Un mundo pequeño
El pequeño invertebrado reposa inmóvil en un bloque
rectangular y transparente, como si alguien lo hubiera encerrado ahí un día
cualquiera, paralizando su marcha. A
veces me parece que, de romperse el bloque, podría reanudar su camino
tranquilamente, sin inmutarse. Mi hijo
colecciona una serie de insectos del mundo distribuida semana a semana por una
de esas publicaciones que ahondan en los infinitos misterios naturales que nos
rodean, la mayoría de los cuales solemos ignorar completamente. Y aunque el amor por todos los animales y por
la naturaleza sea un gen dominante por parte de padre, confieso que algunos de
estos insectos me producen algún que otro escalofrío, y en ocasiones he dado gracias
por que el bloque de plástico siga intacto.
Sin embargo, el entusiasmo y la curiosidad de un niño, cuando
conseguimos vulnerar esa impermeabilidad acartonada de adulto, resultan
altamente contagiosos. El otro día, sin
ir más lejos, observábamos con curiosidad la última entrega, un coleóptero de
formas sinuosas surcado por franjas de color turquesa brillante, con una
belleza del todo innegable. Mientras mi
hijo me iba explicando emocionado dónde se escondían los diminutos ojos y para
qué servía el par de largas antenas, entré en un estado de abstracción que a
estas alturas asumo como irremediablemente innato.
Imagino un enorme ojo observándonos, multiplicando la escala
de la escena en la que nos encontramos.
Dejamos de ser grandes, formando colonias de diminutos seres
arremolinados de un modo nada aleatorio sobre continentes rodeados de
agua. Las ciudades son hormigueros en
perpetuo movimiento bajo un ritmo frenético.
El ruido ensordecedor de nuestras urbes se va reduciendo a susurro a
medida que nos alejamos, nuestra tierra azul se torna apenas canica suspendida
en medio de otras muchas. Se puede
antojar un pensamiento vacuo, carente de sentido o incluso ridículo, y, sin
embargo, resulta un ejercicio sorprendentemente eficaz para conseguir relativizar
todo aquello que nos preocupa. De igual
modo, girando la lente de ese objetivo a través del cual observamos todo, uno
mismo puede magnificar a su antojo el más mínimo detalle, y enfocando bien, la
imagen puede ser mágica.
Hace poco en Francia han emitido un programa, que aunque en
principio juzgué con reticencia por el tufillo a “reality-show” que desprendía,
consiguió sorprenderme gratamente. El
título, optimista: “he decidido ser feliz”.
La base, una investigación por parte de un psicólogo especializado en la
felicidad humana, deseoso de contrastar las teorías desarrolladas en Harvard
con la práctica en la vida real. A su
lado, dos profesionales más abordando el concepto desde ángulos distintos: una
experta en la gestión del estrés gracias a la “conciencia plena” (mindfulness en inglés) y un experto
en artes marciales seguidor del célebre “mens sana in corpore sano”, y del
pensamiento positivo. El concepto, un
programa multidisciplinar en el cual se sumerge durante ocho semanas un grupo
de voluntarios con una problemática diversa, pero con un profundo sentimiento
de tristeza como común denominador. En
calidad de observadora, y dejando de lado la natural curiosidad por el
resultado, el proceso me resulta fascinante en sí mismo. La felicidad se disecciona y se analiza en
sus mínimos componentes, como quien reduce la materia a moléculas, y nos vamos
dando cuenta de que, efectivamente, aunque nos empeñemos en perseguirla embarcándonos
en carreras desenfrenadas, el secreto para encontrarla está en detenerse, en
deleitarse en lo pequeño, en lo más simple, y, en última instancia, en nosotros
mismos.
El curso de mi reflexión me lleva a otro contexto, y me doy
cuenta de que sin existir conexión evidente, resulta sin embargo un afluente natural
que desemboca en el mismo mar de pensamientos, prendido a un hijo conductor tan
sutil como poderoso. Recuerdo una
entrevista a un personaje conocido en relación a una experiencia vivida dentro
de un poblado olvidado y alejado de la civilización. Comienza la entrevista describiendo la
sensación a su llegada de encontrarse, efectivamente, en un mundo completamente
distinto sin nada en común con esas extrañas gentes. Al finalizar su estancia, el muro se ha
roto. Se abraza a un enjuto hombre cuyo
rostro curtido y oscuro se ilumina en una sonrisa inmensa… ambos lloran. Ha sido un punto y aparte en su vida, que le
ha cambiado la manera de verla, de sentirla, de continuar en ella, explica. Tanto, que al cabo de un tiempo decide volver
de forma anónima para saber de ese hombre que ha conseguido enseñar e infundir
respeto en quien a su llegada se consideraba más avanzado e infinitamente más
privilegiado. Al preguntar a un
sociólogo por las razones de este vínculo inesperado éste responde que lo que
de verdad une a los seres humanos son los sentimientos básicos, los valores
esenciales que no saben de diferencias culturales, étnicas, religiosas ni
económicas. En rincones del planeta tan ocultos
al nuestro, en los que la necesidad de lo básico para la supervivencia no deja
espacio a otros problemas, el nexo de unión humano se reafirma en lo simple.
De nuevo, como en el imaginarse microscópico o en el
detenerse para descubrir la raíz misma de la felicidad, todo se relativiza y,
reducido ese todo a un mismo componente que toma distintas formas, la
simplicidad resultante sorprende sobremanera por el hábito de complejidad con
el que tan hábilmente se disfraza.
Muchas veces he pensado que estamos tan sedientos y tan cegados por el
brillo de aquello que creemos nos motiva, que hace mucho nos dejamos seducir
por el espejismo, perdiendo de vista el auténtico oasis. Pero puede que la explicación sea aún más sencilla. Tal vez por mucho que evolucionemos, por muy
adultos que nos consideremos, seguimos siendo en el fondo el niño que cree
ocultarse a la mirada del otro al cubrir sus propios ojos con las manos, o el
que se aprende al dedillo el significado de la navidad porque forma parte de la
lección moral que se le impone, pero solo ansía con auténtica emoción recibir
esos regalos que ha pedido en su carta. Precisamente
por ello en ocasiones es bueno cambiar de punto de vista, y girar la lente en
una nueva dirección, donde la simplicidad del niño pasa de pueril a sabia, y
nuestra superioridad se reduce a una mera cuestión de escala… y de perspectiva.
viernes, 8 de febrero de 2013
Un tren descontrolado
Últimamente no paro de recibir esos mensajes de denuncia que
son tan tristemente populares en nuestro país de un tiempo a esta parte. La inmensa mayoría censuran la actitud de
nuestros poco ejemplares políticos con nombres y apellidos… y, sinceramente, si
estuviera en su pellejo maldita la gracia que me haría ver mi nombre en este
tipo de mensajes. Claro que para eso hay
que tener conciencia, cosa que, a estas alturas, sabemos nuestros políticos no
llevan de serie.
En uno de estos mensajes
se habla de una votación en el Parlamento Europeo en la que se propone
restringir los vuelos de los Eurodiputados en primera clase. Increíblemente (o no tanto…), en medio de una
crisis en la que a los ciudadanos de a pie se nos exige apretarnos el cinturón
hasta dejarnos sin aire, parece ser que los Eurodiputados españoles votaron en
masa en contra de la restricción (se ve que los cinturones Louis Vuitton tienen
menos capacidad de ajuste que los de Zara), llegando al casi 90% de oposición
frente a un triste 9% que se mostró de acuerdo con pasar a la clase turista. Al leerlo, el noventa por ciento de mí siente
indignación, y el diez por ciento restante vergüenza por tener la misma
nacionalidad que estos individuos que se llaman a sí mismos “representantes
nuestros”. Me pregunto hasta dónde
llegará la caradura de esta gente, y hasta dónde el aguante, la santa paciencia
y, en ocasiones, seamos sinceros, la triste pasividad del resto del país, que
somos la mayoría. Porque sí, estamos de
acuerdo en que la responsabilidad inherente a la gestión de un país ha de
recompensarse… pero, ¿dónde está esa responsabilidad? ¿Qué sistema de calidad,
ahora que estamos tan empapados en ISOs,
Toyotas, cinco eses y demás familia, evalúa la correcta gestión de estos individuos? ¿Quién recoge, registra y comprueba los
avances, las no conformidades, las cada vez más evidentes irregularidades? ¿A quién rinden cuentas al final del mandato,
cuando se retiran con pensiones vitalicias y la garantía de no tener que
devolver jamás aquello que se han embolsado al amparo de una ética más que
dudosa? Ahí está el caso Gürtel, avanzando implacable como una avalancha
invertida que cada día arrastra nombres más altos, pero que de momento ni devuelve nada, ni borra la sonrisa cínica de quienes sabiéndose culpables, se
regodean en su impunidad inexpugnable.
Hace unos días un reportaje ahondaba en la actividad
incesante de una estación de tren, una metrópolis a escala reducida bajo un
mismo techo de vidrio y forja que alberga todo un entramado social
fascinante. Sobre los andenes un crisol
humano de lo más variopinto, real como la vida misma: viajeros con maletín de
piel y mochileros, empleados y empleadores, agentes de seguridad y expertos
carteristas. En un momento dado la cámara se embarca en la cabina de mando de
un tren de alta velocidad, y toma un primer plano del hombre que guía la imponente máquina con la vista
fija al frente. El narrador explica que
durante la entrevista no podrá mirar a la cámara, sus ojos no deben apartarse
de las vías, a esta velocidad un despiste se paga muy caro. Su mano derecha presiona un dispositivo que
mide su atención, y que cada treinta segundos tiene que soltar para confirmar al
sistema de seguridad que sigue concentrado en su labor. “Transportar tantas vidas supone una gran
responsabilidad”, afirma con orgullo.
Después le preguntan qué es lo más duro de su trabajo. No lo duda ni un segundo: “Las personas que se
lanzan a la vía para quitarse la vida” – responde, y su gesto se ensombrece –
“Cuando ocurre uno termina aprendiendo a vivir con ello… pero no se olvida… jamás”. En el silencio tras sus palabras se puede
oler el dolor de una responsabilidad, que sin ser suya, ha marcado para siempre
su vida, y a buen seguro muchas de sus noches.
Me revuelvo en mi asiento:
inconscientemente al formularle la pregunta habían pasado por mi cabeza
respuestas infinitamente más mundanas, como las jornadas fuera de casa o el
estrés, y, sin embargo, esa frase, directa, sincera, sin artificios, me
sobrecoge y a la vez me inspira un profundo respeto.
Entonces me pregunto qué ocurriría si todos estos
conductores de nuestro país se encontraran cara a cara con uno de los miles de
españoles que sufren sus actos, sus negligencias y ambiciones, con esa persona
que ha perdido trabajo, techo, esperanzas… y, en medio de la desesperación,
opta por poner un fin sin vuelta atrás a sus problemas. Si un día por puro azar cruzaran la mirada con
quien se arroja ante este tren que ellos nunca supieron conducir… ¿acaso perderían el sueño? Quisiera pensar que sí, amén a la bondad
humana. Pero a veces la metástasis de la
ambición y el poder está tan extendida, que poco espacio resta para la
esperanza. Y entonces nada importan las
personas, que se reducen a números y estadísticas, o, aún peor, se esgrimen
como armas en batallas políticas en las que la victoria jamás persigue el
bienestar y la libertad de un pueblo, sino únicamente los intereses de quien
logra ocupar su silla cuando la música electoral cesa. Qué enorme e incongruente paradoja, qué
despropósito de esta falsa democracia en la que no podemos elegir sino entre
Guatemala y guatepeor, a sabiendas de que, salga lo que salga, nadie va a mirar
las vías por las que guiar nuestro destino, porque estará demasiado ocupado asegurándose
de que el lujo de la cabina está a la altura de su cargo, y acallando al
sistema de seguridad que hace mucho detectó una falta de atención constante… y
a todas luces irresoluble.
sábado, 26 de enero de 2013
Retorno a la España profunda
La última visita a mi tierra me dejó un sabor de boca
amargo, y una extraña sensación de “déjà-vu” nunca antes vivida. Y es que he escuchado muchas veces, por boca
de padres y abuelos, la descripción de esa España mísera, herida de guerra y
postguerra, en la cual llevarse un pedazo de pan a la boca era privilegio, y
las clases sociales se reducían a dos: los pocos ricos y la masa pobre. Otras tantas, aún más recientes, relataban la
opresión de un dictador como otros muchos, ahogando complejos en delirios de
grandeza. En todos estos años, la
iglesia se yergue como tercer pilar omnipresente,
tolerando la vocación piadosa siempre que obre sin llamar demasiado la
atención, y llenando sus arcas más elevadas con todo aquello que puede
arrebatar con la bendición del poderoso.
Democracia, transición, evolución… Creímos recuperar tantos años perdidos y
empezamos a compararnos a nuestros vecinos más modernos, más guapos y más
ricos, como el hermano pequeño que intenta seguir, torpemente, sus pasos. Que si la banca más sólida de Europa, que si
el salto al euro borrando la cara añeja de la peseta... Y de pronto, ¡pum! Estalla la burbuja, explosiona la crisis, y
nos vemos abocados a un retorno al pasado en la que corruptos, ladrones de toda
monta y mediocres oportunistas aprovechan el caos para saquear sin pudor ni
castigo. El dinero vuelve a definir las
dos mismas clases, con el ciudadano de a pie que se empobrece rápidamente y el
usurero que se alía con quien acumula el capital. Ya lo veíamos venir… menos pensiones para nuestros
mayores, poca inversión en nuestros menores, infinitos recortes a una sanidad
pública eternamente menguante… y la iglesia, que hace apenas dos días se
revolvía de rabia ante la disminución de discípulos, vuelve a reptar sigilosa hacia
el sol que más calienta, como es habitual en ella. Los hijos de la democracia asistimos con
estupor al despropósito más rocambolesco orquestado por esta panda de
sinvergüenzas empachados de sí mismos. El
discurso de un obispo que eleva a sagrada la estructura tradicional no es nada
nuevo, como tampoco lo es que todo lo diferente se tache de “antinatura”, o, dándole
un barniz progre- intelectual, de “familia desestructurada”. Estamos acostumbrados a los tintes nazis de
todo radicalismo religioso, sea de un credo o de otro.
Sin embargo, cuando me cuentan que el gobierno ha decidido
ayudar a los colegios religiosos y que dividen a los alumnos por sexo, un
escalofrío recorre mi espalda empujando una náusea. Bienvenido al pasado, querido españolito,
tome asiento y ajústese el cinturón, porque parece que el viaje será largo… y
lo que te rondaré morena. Como reza
Almudena Grandes, nuestro único recurso reside en resistirnos al desánimo. Y aunque el opresor consiga hacernos caer de
rodillas, alzar la cabeza con orgullo dibujando la mayor de las sonrisas,
mientras miramos a los ojos con descaro al torpe verdugo que nos devuelve una
expresión de desconcierto. Riamos,
gritemos, vivamos, unamos las voces. Y
llegará el momento en el que el péndulo, alcanzado el punto más alto de la
gilipollez reinante, invierta su trayectoria.
Desestabilizado el barco, en el mayor de los bandazos, aquellos que se
afanan en llenar sus bolsillos descenderán a la oscuridad del fondo como
pesadas anclas aferrándose a su falsa riqueza, y a los demás, a los que
viajamos por fuerza ligeros de equipaje, nos bastará asirnos a un pedazo de
tabla para volver de nuevo a tierra firme.
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