Hay días en los que, sin saber muy bien porqué, me siento
triste. Tal vez el sol brilla un poquito
menos, o se oculta mejor entre las nubes.
La lluvia deja de tamborilear en los cristales para emular un llanto
quedo, y las mismas cuatro paredes parecen más angostas. En realidad sé que no hay una razón concreta,
ni algo preciso que provoque que lo gris se torne negro, y que los colores palidezcan como acuarelas ajadas por el tiempo. Nada ha ocurrido
que difiera del resto de los días, nada es tan importante de pronto como para
hacerme sentir así, o no de este modo repentino al menos. Los problemas no han surgido de pronto,
estaban ahí mismo hace unas horas, y sin embargo ayer los creí más pequeños.. ¿o acaso soy yo quien merma ante ellos? Como un misterioso microscopio al cual me aproximara inconscientemente,
y en el posar mi ojo, guiñando para enfocar la negrura que se halla bajo la lente, dejara
de ver toda luz alrededor.
En esos días un simple gesto se antoja hiriente, un silencio
neutro duele, una sola palabra ofende… aunque en verdad son los mismos gestos,
los mismos silencios y las mismas palabras que antes no tuve en cuenta, o ni
tan siquiera percibí. Una mirada al
espejo me devuelve una imagen de mi misma que no me gusta: demasiado baja,
demasiado gorda, demasiado pálida… pero mi cuerpo sigue siendo el mismo, perfecto en su imperfección, y mi
rostro, más o menos cansado, aquel que miro directamente a los ojos cada mañana. El trozo de verja desvencijada eclipsa el
verdor del jardín que contiene, y hasta el árbol al que adoro observar cada día
se torna hoy silueta siniestra de largos dedos secos y yermos.
Días así estuvieron siempre presentes. Forman parte de mis recuerdos, y sé que
seguirán llegando, sin llamar a mi puerta, colándose entre las sombras cuando
menos lo espero. Sin embargo, ya no
lucho contra ellos como antaño. Los años me han enseñado que son una llamada del universo, un toque de atención que me hace
detenerme en mi camino, simplemente para mirar un poquito dentro de mí en ese
buscar razones a mi malestar. ¿Por
qué me siento así? ¿Qué se me está escapando?
Tal vez solo preciso una pausa, un pequeño descanso, o un fugaz ataque
de eso que erróneamente llamamos egoísmo, necesario para apartar la vista del otro y desempolvar el alma
que muchas veces calla ante las voces del resto. En esos días encuentro alivio al envolverme
en una manta al caer la tarde, al abrir las páginas de un libro que tenía
aparcado por falta de tiempo, al observar las sonrisas de aquellos a quienes
amo… De nada sirve la culpa, el sentir
que la tristeza convierte el día en un tiempo perdido. No es así, todo tiene su razón de ser. Como leí en un libro sabio, hasta el mejor saltador de altura necesita
agacharse para tomar impulso antes de su gran salto. Agachémonos pues, y tomemos impulso para
saltar cuando la tristeza pase. ¿Para
qué torturarse? Mejor pensar que, afortunadamente, no todos los amaneceres son
iguales, y este día especialmente oscuro hará que el siguiente brille más, como ese primer
rayo de sol que consigue entrar furtivo por un resquicio de la ventana, y rompe
la penumbra anunciando el día a voz en grito.
He de confesar que, desde que me abandono a ellos, los días
tristes me visitan menos. Pero ojo, aquellos que me visiten, bienvenidos sean,
porque al fin y al cabo ellos me gritan exactamente el mismo mensaje que los días claros, solo que con una voz distinta. Si dejaran de hacerlo tal vez me acostumbraría tanto a las otras voces, mucho más serenas, que mis oídos dejarían de escuchar su contenido. De modo que, seguid llegando, y no dejéis de gritarme nunca: "Siente... ¡estás viva!”.