domingo, 2 de diciembre de 2012

Cuento del Pequeño Magnolio

Érase una vez un grácil arbolito que alzaba sus ramitas al cielo estirándose con todas sus fuerzas.  “Nunca seré tan alto y fuerte como ellos” – sollozaba a menudo, sintiéndose insignificante entre sus robustos vecinos.

Érase una vez un niño de grandes ojos castaños que a veces se entristecía porque sus piernecitas no corrían tan deprisa como las de sus amigos.  Querría llegar a ser un futbolista famoso, con su mamá animándole entre el público, y también diseñar el coche más veloz del mundo.


Érase una vez una mamá que se preguntaba si en verdad era una buena mamá.  Se pasaba el día corriendo de aquí para allá, pegada a su teléfono móvil.  No muy buena cocinera, y un tanto gruñona… pero gran experta en besos y mimos.


Érase una vez una niña de rubios cabellos que soñaba con ser una gran estrella.  Frente a la pantalla imaginaba estar al otro lado, como esas chicas de su canal favorito que cantan, y bailan… ¡y todo lo hacen TAN bien!

Al final del día, cuando el sol se mece entre montañas y pinta las nubes color caramelo, la mamá mira con dulzura el arbolito bajo su ventana, su preferido.  Es un magnolio joven, lleno de fuerza, hojas verde intenso, tronco esbelto y firme, solito entre enormes castaños de aspecto desaliñado.  La mamá piensa en sus niños, creciendo imparables y hermosos como ese magnolio, y camina de puntillas para observar su sueño.  

La menuda ricitos de oro descansa entre las sábanas revueltas esbozando una leve sonrisa.  Mamá sabe que llegará a donde ella quiera, se lo dice cada día para llenarla de fuerza ante los obstáculos.  La ha visto bailar sobre un escenario, inclinándose con la gracia de un junco para recibir los aplausos, y con un aplomo que ella jamás tuvo.  Para mamá ya es una gran estrella: su estrella. 

El pequeño de la mirada chocolate se acurruca abrazado a sus guantes de portero.  Esa mañana sus amigos le han nombrado guardameta, porque aún no corre muy deprisa en el campo.  Pero mamá sabe que sus piernas llegarán a ser fuertes, y que de todos modos no necesitará ser el más veloz para alcanzar sus sueños.  Para mamá ya es todo un campeón: su campeón. 



Ambos saben, entre sueños, que mamá les despertará mañana con miles de besos, y da igual que no cocine tan bien como la abuela, o que a veces gruña por mil razones distintas… Para ellos ya es la mejor mamá: su mamá.

Antes de acostarse, mamá abre la ventana y aspira el aire fresco de la noche.  Se siente tan feliz que una lágrima de alegría se desliza por su rostro y va a caer entre las pequeñas ramas del magnolio.  El arbolito se estremece, esa lágrima sabe a ternura, a amor… y por vez primera ve su propia belleza reflejada en el espejo de los ojos de mamá.  A la mañana siguiente, todos los castaños gigantones agachan sus ramas para mirar a su pequeño amigo: una enorme flor de seda blanca ha amanecido prendida entre sus hojas.  Mamá ahoga un grito de admiración, y abre la ventana de par en par.  El arbolito ha dejado de estirarse y, sin embargo, hoy se siente más grande que nunca.



lunes, 26 de noviembre de 2012

De los días tristes


Hay días en los que, sin saber muy bien porqué, me siento triste.  Tal vez el sol brilla un poquito menos, o se oculta mejor entre las nubes.  La lluvia deja de tamborilear en los cristales para emular un llanto quedo, y las mismas cuatro paredes parecen más angostas.  En realidad sé que no hay una razón concreta, ni algo preciso que provoque que lo gris se torne negro, y que los colores palidezcan como acuarelas ajadas por el tiempo.  Nada ha ocurrido que difiera del resto de los días, nada es tan importante de pronto como para hacerme sentir así, o no de este modo repentino al menos.  Los problemas no han surgido de pronto, estaban ahí mismo hace unas horas, y sin embargo ayer los creí más pequeños.. ¿o acaso soy yo quien merma ante ellos? Como un misterioso microscopio al cual me aproximara inconscientemente, y en el posar mi ojo, guiñando para enfocar la negrura que se halla bajo la lente, dejara de ver toda luz alrededor.  

En esos días un simple gesto se antoja hiriente, un silencio neutro duele, una sola palabra ofende… aunque en verdad son los mismos gestos, los mismos silencios y las mismas palabras que antes no tuve en cuenta, o ni tan siquiera percibí.  Una mirada al espejo me devuelve una imagen de mi misma que no me gusta: demasiado baja, demasiado gorda, demasiado pálida… pero mi cuerpo sigue siendo el mismo, perfecto en su imperfección, y mi rostro, más o menos cansado, aquel que miro directamente a los ojos cada mañana.  El trozo de verja desvencijada eclipsa el verdor del jardín que contiene, y hasta el árbol al que adoro observar cada día se torna hoy silueta siniestra de largos dedos secos y yermos.   

Días así estuvieron siempre presentes.  Forman parte de mis recuerdos, y sé que seguirán llegando, sin llamar a mi puerta, colándose entre las sombras cuando menos lo espero.  Sin embargo, ya no lucho contra ellos como antaño. Los años me han enseñado que son una llamada del universo, un toque de atención que me hace detenerme en mi camino, simplemente para mirar un poquito dentro de mí en ese buscar razones a mi malestar.  ¿Por qué me siento así? ¿Qué se me está escapando?  Tal vez solo preciso una pausa, un pequeño descanso, o un fugaz ataque de eso que erróneamente llamamos egoísmo, necesario para apartar la vista del otro y desempolvar el alma que muchas veces calla ante las voces del resto.  En esos días encuentro alivio al envolverme en una manta al caer la tarde, al abrir las páginas de un libro que tenía aparcado por falta de tiempo, al observar las sonrisas de aquellos a quienes amo…  De nada sirve la culpa, el sentir que la tristeza convierte el día en un tiempo perdido.  No es así, todo tiene su razón de ser.  Como leí en un libro sabio, hasta el mejor saltador de altura necesita agacharse para tomar impulso antes de su gran salto.  Agachémonos pues, y tomemos impulso para saltar cuando la tristeza pase.  ¿Para qué torturarse? Mejor pensar que, afortunadamente, no todos los amaneceres son iguales, y este día especialmente oscuro hará que el siguiente brille más, como ese primer rayo de sol que consigue entrar furtivo por un resquicio de la ventana, y rompe la penumbra anunciando el día a voz en grito.

He de confesar que, desde que me abandono a ellos, los días tristes me visitan menos.  Pero ojo, aquellos que me visiten, bienvenidos sean, porque al fin y al cabo ellos me gritan exactamente el mismo mensaje que los días claros, solo que con una voz distinta.  Si dejaran de hacerlo tal vez me acostumbraría tanto a las otras voces, mucho más serenas, que mis oídos dejarían de escuchar su contenido.  De modo que, seguid llegando, y no dejéis de gritarme nunca: "Siente... ¡estás viva!”.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Amanecer de hierba y escarcha


Los gemidos agudos traspasan la barrera entre el sueño y la vigilia, y consiguen despertar a Clara de su plácido sueño.  “¿Pero qué…?”  Enseguida se responde a sí misma sin haber siquiera formulado la pregunta, y sus labios se arquean en una amplia sonrisa al tiempo que se estira para desperezarse.  Aún no ha amanecido, y alarga el brazo para dar la luz a tientas.  Los gemidos se interrumpen brevemente.  Se incorpora bostezando, mientras sus ojos se acostumbran a la luz, y se calza las viejas zapatillas.  Todas las mañanas se promete comprar unas nuevas al verlas, y todas las noches olvida irremediablemente su promesa.  Apenas entreabre la puerta de su habitación, una gran bola de pelo se cuela dentro como una exhalación.  Clara toma al cachorro en brazos, con gesto algo torpe, como hacía dos días le habían explicado que tenía que hacerlo.  Cierra la puerta tras de sí, lo deja suavemente en el suelo, se enfunda su grueso abrigo azul y sale al jardín, con el pequeño Izar pegado a las piernas. 

Apenas despunta el alba, tiñendo el horizonte de reflejos anaranjados.  Clara aspira el aire fresco y húmedo y sonríe de nuevo.  La hierba está empapada en escarcha, e Izar hunde el hocico en ella olisqueando cada rincón.  Los pajarillos parecen haber comenzado la jornada mucho antes, y están ya sumidos en un frenesí de aleteos.  “Hacía tiempo que no me sentía tan viva… y a la vez tan en calma”, piensa Clara.  Es sábado, y eso le reconforta enormemente… tal vez demasiado.   Durante un tiempo su trabajo consiguió llenarle, emocionarle, hacerle saltar de la cama sin esfuerzo cada lunes.  Sin embargo, aquel tiempo es apenas un recuerdo lejano.  Cada lunes le resulta más difícil levantarse, los domingos se han convertido en una mera antesala gris a la rutina, y hay días en los que la decepción y la rabia dejan un sabor amargo en sus labios que persiste hasta rendirse al sueño.   Pero hoy es sábado, y los sábados recuerda que hay vida más allá de un trabajo que pesa.  Y la vida, cuando consigue dejar ese lastre de lado, está llena de amaneceres anaranjados con olor a hierba fresca.    

Mi comienzo

Al igual que Coelho, me enfrento en este momento al pánico de la primera página en blanco.  La incertidumbre teje con hilos gruesos, oponiéndose al sueño.  Sin embargo, todas las señales me conducen a esta página, como a Santiago, en busca de mi propia leyenda personal.
 
Los días se han sucedido de un modo extraño últimamente.  Tras la gran tempestad los primeros indicios de calma, y tras la confusión el primer atisbo de claridad.  Tal y como predijo aquella astróloga de tierras mucho más norteñas que la mía propia, la oruga comenzó hace algún tiempo su proceso de cambio, su enorme e irrefrenable transformación en un ser más liviano, más etéreo, más libre. 

Efectivamente, las señales están ahí, siempre lo estuvieron.  Echando la vista atrás puedo sentirlas aún, semi enterradas entre otros muchos recuerdos, y olvidadas durante largo tiempo en un rincón sombrío del alma.  Ahí está la respuesta a la tempestad.  Porque los humanos hemos llegado a pensar que nuestra sabiduría puede salvarnos de todo obstáculo, que la teoría nos hace fuertes y nos prepara ante la adversidad…  Pero no es cierto.  No importa cuan consciente seas de lo cambiante de la vida, no importa cuan cerca veas los problemas del otro… Hasta que no sentimos el dolor en carne propia, hasta que no perdemos pie y sentimos el agua ascender hasta arrebatarnos el oxígeno que creímos asegurado, hasta ese mismo instante no somos capaces de tomar una conciencia real, ni de aprender.  En ocasiones,  de hecho, nos empeñamos en permanecer sumidos en la incredulidad y en el lamento, sin saber o querer extraer la lección para poder seguir adelante.  Así, en el eterno porqué sin una respuesta que nos satisfaga, alimentamos el odio, la decepción y la ausencia de aquello que perdimos, o que se resiste a ser mostrado.   A veces, sin embargo, conseguimos dar ese paso, conseguimos, tal vez, simplemente abandonarnos y pararnos a escuchar lo que el universo quiere gritarnos, y no alcanza siquiera a susurrarnos cuando nos encuentra encerrados en nuestra dura cáscara de auto compasión.

La cáscara que la sociedad impone no es menos dura.  O sí, tal vez lo sea, tal vez ni siquiera sea una verdadera cáscara, sino un refugio para nuestra propia debilidad.  Miradme a mi… perdí mi camino en la búsqueda de aquello que los demás esperaban de mí.  Olvidé mi pluma y mi tinta, mi ensimismamiento en el batir de las hojas de un árbol, mi amor por los mil matices de cada estación y por la caricia del pincel sobre el lienzo.  Olvidé mis sueños, alimentados de palabras y colores, para embarcarme en el mundo adulto realista, en el cual soñar despierto no tiene cabida, y todo se pragmatiza y se limita a valores absolutos.  Una vez comenzado el camino uno no se da cuenta de que está flanqueado por altos muros, nuestros ojos se acostumbran a las sombras, y nuestras almas olvidan sus sueños.  Crecer se convierte en tener más, y ser aprobado por ello.  Y a medida que avanzamos dejamos atrás al niño que alzaba la vista para adivinar un mundo infinito, y nos convencemos de que nunca existió.