La última visita a mi tierra me dejó un sabor de boca
amargo, y una extraña sensación de “déjà-vu” nunca antes vivida. Y es que he escuchado muchas veces, por boca
de padres y abuelos, la descripción de esa España mísera, herida de guerra y
postguerra, en la cual llevarse un pedazo de pan a la boca era privilegio, y
las clases sociales se reducían a dos: los pocos ricos y la masa pobre. Otras tantas, aún más recientes, relataban la
opresión de un dictador como otros muchos, ahogando complejos en delirios de
grandeza. En todos estos años, la
iglesia se yergue como tercer pilar omnipresente,
tolerando la vocación piadosa siempre que obre sin llamar demasiado la
atención, y llenando sus arcas más elevadas con todo aquello que puede
arrebatar con la bendición del poderoso.
Democracia, transición, evolución… Creímos recuperar tantos años perdidos y
empezamos a compararnos a nuestros vecinos más modernos, más guapos y más
ricos, como el hermano pequeño que intenta seguir, torpemente, sus pasos. Que si la banca más sólida de Europa, que si
el salto al euro borrando la cara añeja de la peseta... Y de pronto, ¡pum! Estalla la burbuja, explosiona la crisis, y
nos vemos abocados a un retorno al pasado en la que corruptos, ladrones de toda
monta y mediocres oportunistas aprovechan el caos para saquear sin pudor ni
castigo. El dinero vuelve a definir las
dos mismas clases, con el ciudadano de a pie que se empobrece rápidamente y el
usurero que se alía con quien acumula el capital. Ya lo veíamos venir… menos pensiones para nuestros
mayores, poca inversión en nuestros menores, infinitos recortes a una sanidad
pública eternamente menguante… y la iglesia, que hace apenas dos días se
revolvía de rabia ante la disminución de discípulos, vuelve a reptar sigilosa hacia
el sol que más calienta, como es habitual en ella. Los hijos de la democracia asistimos con
estupor al despropósito más rocambolesco orquestado por esta panda de
sinvergüenzas empachados de sí mismos. El
discurso de un obispo que eleva a sagrada la estructura tradicional no es nada
nuevo, como tampoco lo es que todo lo diferente se tache de “antinatura”, o, dándole
un barniz progre- intelectual, de “familia desestructurada”. Estamos acostumbrados a los tintes nazis de
todo radicalismo religioso, sea de un credo o de otro.
Sin embargo, cuando me cuentan que el gobierno ha decidido
ayudar a los colegios religiosos y que dividen a los alumnos por sexo, un
escalofrío recorre mi espalda empujando una náusea. Bienvenido al pasado, querido españolito,
tome asiento y ajústese el cinturón, porque parece que el viaje será largo… y
lo que te rondaré morena. Como reza
Almudena Grandes, nuestro único recurso reside en resistirnos al desánimo. Y aunque el opresor consiga hacernos caer de
rodillas, alzar la cabeza con orgullo dibujando la mayor de las sonrisas,
mientras miramos a los ojos con descaro al torpe verdugo que nos devuelve una
expresión de desconcierto. Riamos,
gritemos, vivamos, unamos las voces. Y
llegará el momento en el que el péndulo, alcanzado el punto más alto de la
gilipollez reinante, invierta su trayectoria.
Desestabilizado el barco, en el mayor de los bandazos, aquellos que se
afanan en llenar sus bolsillos descenderán a la oscuridad del fondo como
pesadas anclas aferrándose a su falsa riqueza, y a los demás, a los que
viajamos por fuerza ligeros de equipaje, nos bastará asirnos a un pedazo de
tabla para volver de nuevo a tierra firme.